Estaba yo en el gimnasio el otro día. Lunes. Día internacional de mover cosas pesadas con el pecho para sentirte un hombre de verdad.
Pero mi rutina, diseñada por esos sádicos con cronómetro que tengo por entrenadores, incluía unas sentadillas. Así que allí estaba yo, esperando a que se liberara el único puto rack que parece que le gusta a todo el mundo.
Y en el rack, estaba él.
El fantasma.
No es que fuera transparente, ojalá. Ocupaba un espacio físico muy real. Pero su mente estaba en otra galaxia. Concretamente, en la galaxia del scroll infinito de Instagram.
Tenía la barra cargada con un peso que parecía más decorativo que otra cosa. Hacía una repetición, se levantaba, y se sumergía en el móvil como si estuviera descifrando los manuscritos del Mar Muerto.
Le di cinco minutos de cortesía. A lo mejor estaba respondiendo un email de trabajo súper urgente. O cerrando la compra de una empresa. Vete tú a saber.
Pero no. Su pulgar se movía con esa cadencia hipnótica del que no busca nada en concreto. Un like por aquí, un story por allá.
Me acerqué, poniendo mi mejor cara de "no quiero molestarte, pero llevo aquí más tiempo que los cuadros de la entrada".
—Oye, perdona, ¿te queda mucho?
Levantó la vista, parpadeando como si volviera de un viaje astral, y me sonrió. Una sonrisa sincera, de buen tipo.
—¡Qué va, tío! Dos series y es tuyo.
Genial. Dos series. Cinco, diez minutos máximo. Puedo vivir con eso.
Me equivoqué.
Su concepto de "dos series" era más laxo que la moral de un político en campaña.
Hizo una serie de cinco repeticiones con una técnica... digamos... creativa. Dejó la barra. Cogió el móvil. Y empezó su descanso.
Un descanso que duró lo que dura un capítulo de una serie.
Vi pasar ante mis ojos a gente que llegaba, calentaba, hacía su rutina completa, estiraba y se iba a la ducha. Familias enteras se formaron y se disolvieron en el tiempo que él dedicaba a descansar entre series. Creo que a uno de los monitores le salieron canas esperando a que terminara.
Y lo peor no era la espera.
Lo peor era la revelación que tuve mientras le observaba.
No estaba enfadado con él. Al principio sí, un poco, no te voy a mentir. Pero luego me dio una especie de... pena.
Ese chaval no estaba entrenando. Estaba yendo al gimnasio, que es muy distinto.
Estaba allí físicamente, pero su atención, su intención, su energía... todo estaba en la puta pantalla. Estaba cumpliendo con el trámite. Marcando la casilla de "hoy he entrenado" para poder contárselo a alguien o a sí mismo y sentirse bien.
Pero su cuerpo no estaba recibiendo ningún estímulo real. Su sistema nervioso estaba más pendiente de la última foto de alguna instagramer que de estabilizar la barra. Estaba perdiendo su tiempo de la forma más miserable posible: creyendo que lo estaba aprovechando.
Y ahí es donde te das cuenta de la diferencia:
- La diferencia entre calentar una silla y trabajar.
- La diferencia entre oír y escuchar.
- La diferencia entre estar y entrenar.
Entrenar de verdad es un diálogo. Es una hora en la que pones el móvil en modo avión y te dedicas a sentir qué coño pasa en tu cuerpo. Es prestar atención a si la cadera se te va para un lado, a si el hombro protesta, a si puedes sacar una repetición más sin que la técnica se vaya a la mierda.
Y por eso, de vez en cuando me gusta poder entrenar en mi puta casa.
Sin fantasmas, sin esperas, sin la tentación de mirar si al de al lado se le va a caer la mancuerna en un pie.
Solo tú, tu plan y tu objetivo.
De hecho, de una rallada como esta nació una cosaita muy guay que han hecho los colegas de Enso.
Se juntaron con el jefazo, con Marcos Vázquez de Fitness Revolucionario, que de esto de entrenar con cabeza sabe un rato largo, y se preguntaron:
¿Cómo podemos crear la puerta de entrada perfecta para alguien que está hasta los cojones del gimnasio convencional y quiere empezar a moverse bien?
Y crearon el Protocolo Bambú.
No te voy a vender la moto hoy. No es el día.
Solo te digo que es una batida general a toda tu movilidad. Un programa ideal para hacer en tu casa, a tu ritmo, pensado para que dejes de ser un palo de escoba y empieces a entender tu cuerpo. Para que cuando dediques tiempo a entrenar, estés entrenando. De verdad.
Échale un ojo si te pica el gusanillo. Sin presión.
[Aquí puedes cotillear el Protocolo Bambú]
Ahí lo tienes. Una historia para que la próxima vez que veas a un fantasma en el gimnasio, no te cabrees. Simplemente sonríe, sabiendo que tú estás en otro juego.
Yo, por mi parte, voy a seguir a lo mío, que hoy toca jugar a ser una rana en el suelo y mis aductores ya están temblando.
Felipe.
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