Mi amigo Carlos ha muerto.

Bueno, no ha muerto de verdad. Pero el Carlos que yo conocía, el que se comía una pizza familiar él solo y le echaba azúcar al café, ha sido reemplazado por un clon. Un clon con los abdominales más marcados y la mirada de un fanático religioso.

Carlos ha descubierto la dieta Keto. Y ahora es un puto evangelizador.

Todo empezó hace tres meses. Dejó de comer pan, se despidió de la pasta y empezó a ponerle mantequilla al café, una práctica que debería estar tipificada como crimen contra la humanidad.

Y el cabrón, en dos meses, se puso hecho un animal. Marcado, con una energía que parecía que se había enchufado a la red eléctrica y, según él, "una claridad mental nunca antes experimentada".

Me miraba por encima del hombro mientras yo me comía mi bocadillo de jamón.

—Eso son carbohidratos vacíos, Felipe. Estás inflamando tu cuerpo —me decía, mientras se zampaba un aguacate a cucharadas.

Y yo, que soy un puto envidioso y tengo la fuerza de voluntad de un mosquito borracho, caí.

"Si a este ceporro le ha funcionado", pensé, "a mí me tiene que convertir en el puto Capitán América".

Así que me uní a la secta. Tiré el pan. Escondí el arroz. Me compré un bote de aceite de coco del tamaño de mi cabeza.

Los primeros tres días fueron un infierno. La famosa "gripe keto". Tenía el humor de un inspector de Hacienda en julio. Me dolía la cabeza. Mi rendimiento en el gimnasio se desplomó. Un día, casi me desmayo haciendo una sentadilla con un peso que normalmente uso para calentar.

—Es normal —me decía el profeta Carlos—. Tu cuerpo se está adaptando. Estás saliendo de la Matrix. Pronto verás la luz.

La única luz que yo veía era la de una panadería. Pasaba por delante y se me saltaban las lágrimas. Soñaba con tostadas. Tenía alucinaciones con platos de pasta.

Aguanté dos semanas. Dos putas semanas sintiéndome como un zombi. Débil, apático y con un aliento que podría tumbar a un buey.

El día que lo dejé, me comí una barra de pan entera, a palo seco. Fue la experiencia más religiosa de mi vida.

Y entonces, con el estómago lleno y el alma en paz, lo entendí.

No hay un puto plan maestro. No hay una puta dieta milagrosa. No hay un puto entrenamiento universal.

Lo que convirtió a mi amigo en el Capitán América, a mí me estaba convirtiendo en un Teletubbie con depresión. Somos putas máquinas diferentes. Y si le echas diésel a un motor de gasolina, por muy bueno que sea el diésel, vas a reventar el puto motor.

Y en el entrenamiento pasa exactamente lo mismo. Nos pasamos la vida copiando la rutina del flipado de Instagram, la dieta del actor de moda, los ejercicios del campeón de Crossfit.

Y nos frustramos. Nos lesionamos. Lo mandamos todo a la mierda. Porque estamos intentando abrir nuestra puerta con la llave del vecino.

Y aquí, joder, es donde entra el "onlain coaxin".

Los Pablos no te dan una llave maestra. Los Pablos son putos cerrajeros.

No te preguntan qué dieta quieres hacer. Te preguntan: "¿Qué coño come tu cuerpo?". No te dicen qué rutina tienes que seguir. Te preguntan: "¿Cómo coño se mueve tu cuerpo?".

Primero, te estudian. Te analizan. Te hacen una puta autopsia en vida. Y luego, con todos esos datos, te fabrican una puta llave a medida. Solo para ti. Una llave que abre tu puerta, no la de tu vecino.

Te cuento todo esto porque los cerrajeros han abierto el taller.

Las plazas para el Online Coaching del trimestre de octubre-diciembre ya están abiertas. Y como siempre, se pasan todo septiembre estudiando tu puta cerradura. La evaluación inicial es la clave de todo el proceso.

Así que si estás hasta los cojones de probar llaves que no encajan, aquí tienes la oportunidad de que te hagan una a medida.

[Quiero una llave que abra mi puta puerta]

Tú verás si quieres seguir dándote cabezazos contra ella.

Felipe.

P.D.: El otro día vi a Carlos. Le ofrecí un trozo de mi bocadillo. Me miró como si le hubiera ofrecido cianuro.

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