He tocado fondo.

Y esta vez no ha sido un mueble de IKEA ni un perro de 8 kilos. Ha sido un ser humano. Un ser humano de 1,30 metros, con dos coletas y un unicornio en la camiseta.

Mi sobrina. De 9 años.

El sábado estaba en su casa. Típica comida familiar. Después de comer, mientras los adultos hablaban de hipotecas y de lo cara que está la vida, mi sobrina me arrastró a su cuarto para "jugar".

Y allí, entre un castillo de Lego y una colección de muñecos con los ojos más grandes que mi futuro, me dijo:

—Tío, ¿me enseñas a hacer lo de abrirte de piernas como Spiderman?

Mi ego se infló como un globo aerostático.

—¡Claro, peque!— le dije, con la voz impostada de un superhéroe de saldo—. El tío Felipe te va a enseñar el legendario saisplit.

Empecé mi ritual. Un calentamiento de 40 minutos que parecía la coreografía de un musical de Broadway. Rotaciones de cadera, estiramientos dinámicos, activaciones del glúteo... todo el puto repertorio. Mi sobrina me miraba con una mezcla de aburrimiento y pena, como si estuviera viendo un documental de la 2.

Finalmente, estaba listo.

Con la solemnidad de un monje a punto de levitar, empecé a abrir las piernas. Lento. Controlado. Milímetro a milímetro. Había dolor, sí, pero también había gloria. Conseguí bajar hasta mi máximo, que no es el suelo, pero está bastante decente para un tío con la densidad de un agujero negro.

—¿Ves? —le dije, sudando y con la cara roja—. Con mucho entrenamiento, algún día...

No me dio tiempo a terminar la frase.

Mi sobrina, que por lo visto hace gimnasia rítmica (un detalle que omitió la pequeña cabrona), se sentó en el suelo, abrió las piernas como si fueran dos compuertas y apoyó el pecho en el parqué con la misma facilidad con la que yo me rasco la nariz.

Se quedó ahí, mirándome desde abajo, con sus ojos de unicornio.

—¿Así, tío? —me preguntó.

Silencio.

En ese momento, sentí cómo mi alma abandonaba mi cuerpo, cogía un Blablacar y se iba a vivir a un monasterio en el Tíbet. Me había humillado una niña que todavía cree en el Ratoncito Pérez.

Y ahí, con la ingle a punto de declararse nación independiente y la dignidad por los suelos, lo entendí.

Esa pequeña cabrona no era mejor que yo. Simplemente, no había tenido tiempo de cagarla.

Nacemos con una movilidad de la hostia. Somos putos chicles. Pero luego llegan las sillas. Los sofás. La puta vida de adulto. Y nuestro cuerpo se va metiendo en una caja cada vez más pequeña, hasta que un día te das cuenta de que vives en un puto nicho.

Pero aquí viene la buena noticia: esa caja no está cerrada con llave. Solo está oxidada. Y si ya no tienes 9 años (que espero que no), no está todo perdido. Puedes volver a ser un puto chicle. O algo parecido.

Y aquí es donde la mayoría de la gente la caga. Piensan que la solución es estirar a lo bestia, como si quisieran abrir la caja a martillazos. Y no. Necesitas un plan. Un puto mapa de fuga.

El onlain coaxin de los Pablos no es un "talla única para todos". Es un puto sastre. Te miran, te analizan, ven dónde coño está oxidada tu bisagra y te diseñan un plan a medida para ti. Da igual si tienes 20 años y quieres hacer el pino o si tienes 60 y tu único objetivo es poder atarte los cordones sin que te dé un mareo. El método es el mismo: empezar desde donde coño estés y construir desde ahí.

Te cuento todo este rollo porque si quieres empezar a desmontar tu propia caja, las puertas del taller están abiertas.

Las plazas para el Online Coaching del trimestre de octubre-diciembre ya están abiertas. Y, como siempre, el mes de septiembre lo usan para hacerte la ITV completa. Para construir tu mapa de fuga personal.

Así que si estás hasta los cojones de tu jaula, aquí tienes una lima.

[Quiero el mapa para salir de mi jaula]

Felipe.

P.D.: Le dije a mi sobrina que cuando sea mayor, si no entrena, acabará como yo. Se rió. Cree que es inmune. Ilusa.

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