|
He tocado fondo. Otra vez.
Y esta vez no ha sido en el gimnasio. Ha sido en mi propia cocina, rodeado de plástico y acero inoxidable que me juzgan en silencio.
Todo empezó hace un mes, en un arrebato de estupidez inducido por un programa de cocina de Netflix. Vi a un chef con cara de pocos amigos y más tatuajes que un mapa del tesoro hacer un filete. Pero no era un filete normal. Era "un chuletón de vaca vieja madurado 60 días, cocinado a baja temperatura y sellado con soplete".
Y mi cerebro de pringao, en lugar de pensar "qué buena pinta, voy a un restaurante a que me lo hagan", lo que pensó fue: "YO PUEDO HACER ESO".
Así que me metí en Amazon y me volví puto loco.
Me compré una máquina de sous-vide, un aparato que parece un consolador para robots y que sirve para cocer cosas al baño maría con la precisión de un cirujano. Me compré un soplete de cocina que parecía un lanzallamas de bolsillo. Me compré una máquina para envasar al vacío.
Mi cocina pasó de ser un sitio donde caliento pizzas a parecer el laboratorio de un científico loco con un problema de adicción a la teletienda.
Y este fin de semana, llegó el gran día. Compré un chuletón que me costó más que la letra del coche. Seguí los pasos como si estuviera desactivando una bomba. Metí el filete en la bolsa, lo sumergí en el consolador robótico durante tres horas, lo saqué...
Y el resultado fue... gris.
Un trozo de carne gris, triste, con la textura de una suela de zapato hervida.
"No pasa nada", me dije. "Ahora viene la magia".
Saqué mi lanzallamas de bolsillo para sellarlo. Y, por supuesto, en lugar de un sellado crujiente y elegante, conseguí un bonito semicírculo negro con olor a queroseno y el centro todavía más gris que antes.
Ahí estaba yo, con un filete de 50 pavos que sabía a butano y a fracaso, rodeado de cacharros inútiles.
Y mientras fregaba la sartén, con el olor a butano todavía pegado en la nariz, no podía dejar de darle vueltas. ¿Dónde la había cagado? No fue el soplete. No fue el consolador robótico. Fui yo. Fui yo por pensar que el cacharro hace al maestro, que necesitaba la última tecnología para hacer algo que se lleva haciendo con fuego y una puta sartén desde que el hombre es hombre.
Y joder, me di cuenta de que llevo viendo esa misma película en el mundo del fitness durante años.
Nos han convencido de que necesitamos una puta nave espacial para ponernos en forma. Que si las gafas de realidad virtual para hacer cardio, que si la última máquina vibratoria que te promete abdominales mientras ves Netflix, que si las mancuernas que se conectan por bluetooth a tu móvil...
Y al final tienes la casa llena de trastos caros que no usas, y sigues estando igual de enclenque.
Porque nos hemos olvidado de lo básico. De la puta sartén de hierro. De los tres o cuatro cacharros que sí funcionan y con los que puedes construir un cuerpo de la hostia.
La cosa es que Pablo, que de esto sabe un rato, se ha cansado de ver a la gente coleccionar basura.
Ha grabado un vídeo de 10 minutos. Corto, al puto grano. Donde te dice exactamente eso: qué necesitas y qué es una puta estafa. Te explica cuándo vale la pena gastarse los cuartos, cuál es el material imprescindible y cuál puedes usar para calzar una mesa coja.
Es el puto manual para que dejes de acumular plástico y empieces a acumular resultados.
Si tu casa también empieza a parecer el trastero de un gimnasio abandonado, o si quieres empezar a entrenar en casa o en el parque y no sabes por dónde coño empezar, míratelo.
[El vídeo para dejar de coleccionar trastos (y empezar a entrenar de verdad)]
Yo, por mi parte, voy a cenar una pizza. A la piedra. Hecha en el horno. Como toda la puta vida.
Felipe.
P.D.: El secreto no está en tener más cacharros, sino en saber exprimir los tres que sí valen la pena. Y en el vídeo, el cabrón te dice exactamente cuáles son. De nada. |