Durante años, he vivido con una verdad autoimpuesta. Una de esas mentiras cómodas que te cuentas a ti mismo para no tener que afrontar un problema.

Mi mentira era: "No soy flexible. Y punto".

No es que me doliera nada. No es que tuviera una lesión. Simplemente, mis caderas tenían la misma capacidad de movimiento que el chasis de un Seat Panda. Me sentía cómodo en mi pequeña jaula de rigidez. Había adaptado mi vida a ella. ¿Agacharme a atarme los cordones? Lo hacía con una técnica depurada que implicaba no doblar la cadera más de 15 grados. ¿Sentarme en el suelo? Ja. Prefiero quedarme de pie, gracias.

Mi rigidez no era un problema. Era parte de mi personalidad. O eso creía yo.

Hasta el pasado sábado.

Estaba en casa de unos colegas. Barbacoa, cervezas, el plan perfecto. Tenían un perro nuevo. Un bicho de unos 8 kilos, una especie de gremlin con patas y una energía que podría alimentar una ciudad pequeña durante una semana.

En un momento dado, el perro, en su caos de felicidad, me trae una pelota baboseada y la deja a mis pies. Me mira con esos ojos de "venga, humano inútil, juega conmigo".

"Venga, Felipe, no seas un rancio", me dije. "Baja al suelo y échale la pelota al bicho".

Primer problema. "Bajar al suelo".

Lo que para un ser humano normal es un movimiento fluido, para mí fue una operación logística digna de un desembarco militar. Tuve que apoyarme en una silla, pivotar sobre una rodilla y dejarme caer el último tramo con la gracia de un frigorífico por unas escaleras.

Pero lo conseguí. Estaba en el suelo. El perro estaba eufórico.

Le tiro la pelota. El perro la trae. Le tiro la pelota. El perro la trae. Todo bien. Me sentía ágil. Me sentía joven.

Y entonces, en un alarde de estupidez, le tiré la pelota demasiado flojo. Y la puta bola rodó y se metió debajo del mueble de la tele. Un mueble bajo. Bajísimo.

El perro se me quedó mirando. "Tu turno, campeón".

Mis colegas me miraron. "A ver cómo sales de esta, figura".

"Sin problema", pensé. Me siento, abro las piernas a los lados del mueble y me inclino hacia adelante para cogerla.

Y fue entonces cuando mi cuerpo dijo: "JA".

Intenté inclinarme. Mis aductores gritaron. Mi espalda baja se convirtió en un arco de hormigón armado. Mi sistema nervioso central activó todos los protocolos de emergencia a la vez. No avanzaba. Parecía un muñeco de He-Man intentando hacer yoga.

Estaba atrapado. En el suelo. Con el brazo estirado, a veinte centímetros de una pelota babosa. Mi dignidad se me escurría por las orejas. El perro ladeó la cabeza, como diciendo "¿pero tú eres idiota?".

Y ahí, tirado en el suelo, me di cuenta de la puta verdad.

Mi jaula no era cómoda. Era una puta mierda.

No era "mi personalidad". Era una limitación que me había estado jodiendo la vida en silencio durante años. Y ha tenido que venir un perro de 8 kilos a restregármelo por la cara.

La cosa es que esta cárcel no es una condena perpetua. Hay una puta llave. Hay un plan de fuga.

Y los Pablos, que son unos expertos en fugas carcelarias corporales, han diseñado el mapa.

Lo llamaron Protocolo Pancake.

No es un simple programa de estiramientos. Es un puto manual para enseñarle a tu cuerpo que esa jaula no existe. Es una guía paso a paso para que tus caderas dejen de ser un territorio prohibido. Para que recuperes el espacio que has ido cediendo por pura vagancia mental.

Es la puta llave para que la próxima vez que una pelota se meta debajo de un mueble, no tengas que llamar a los bomberos para que te saquen de ahí.

Si tú también vives en una de estas jaulas cómodas, si también te has resignado a ser "el tieso del grupo", échale un ojo.

[La llave de tu celda está aquí]

Yo, por mi parte, sigo traumatizado.

Felipe.

P.D.: Al final tuvo que venir mi colega a sacar la pelota con el palo de una escoba. El perro me sigue mirando con pena. Creo que nuestra relación no volverá a ser la misma.

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