Ayer era un dios.

Un titán del Olimpo con licencia para mover kilos. Un puto centauro con la mirada inyectada en sangre y la determinación de un rinoceronte en celo.

Ayer fue día de pierna.

Y me vine arriba. Vi la barra cargada y mi cerebro de cromañón solo supo decir: "más". Me metí debajo de la jaula y le di a la sentadilla trasera como si el mundo se fuera a acabar. Después, más de lo mismo: prensa, extensiones de cuádriceps... un festival del empuje. Puro machaque frontal. Salí del gimnasio con el ego por las nubes y las piernas como dos flanes.

Hoy soy un trozo de carne con ojos.

Mis piernas han presentado la dimisión de forma irrevocable. Se han declarado nación independiente y me han dejado claro que no piensan colaborar en ninguna de mis futuras actividades, como por ejemplo... caminar.

Me he levantado de la cama como un Playmobil recién sacado de la caja. Cada paso es una negociación. Cada escalón es una puta etapa del Tour de Francia.

Pero la verdadera prueba, el jefe final de este videojuego de humillación, me esperaba en silencio en el cuarto de baño.

El váter.

Nunca un objeto tan mundano me había parecido tan amenazante. Bajar a sentarme se ha convertido en una operación de alto riesgo. He tenido que hacer una regresión a la sentadilla isométrica, apoyándome en el lavabo, mientras mis cuádriceps gritaban en arameo. La bajada ha durado unos 45 segundos agónicos, he alcanzado el punto de no retorno y me he dejado caer el último tramo con la misma gracia que un saco de patatas.

Y ha sido ahí, en el trono de mi miseria, donde he tenido la epifanía.

"¿Por qué coño me duele ASÍ?", me he preguntado.

Y la respuesta no es "porque entrené duro". La respuesta es "porque entrené como un puto cenutrio".

He reventado mis cuádriceps hasta convertirlos en dos vigas de hormigón, pero me he olvidado de que las piernas tienen más músculos. Mi cadena posterior ha desaparecido. Mis isquios, mis glúteos... están ahí de adorno, como la fruta de plástico en casa de tu abuela. Solo he entrenado la parte de delante. Soy un puto T-Rex: todo cuádriceps y brazos cortos. Un desequilibrio con patas.

Y ese es el motivo de mi sufrimiento. No es fuerza, es estupidez.

La cosa es que, mientras mi alma abandonaba mi cuerpo, me acordé de que los Pablos, esos dos sádicos con un plan, acababan de sacar una puta enciclopedia sobre este tema.

Se han cascado una hora y cuarto de podcast desmigando el entrenamiento de pierna.

Y no, no es la típica chapa de "haz 3x10 de sentadilla y luego femoral tumbado". Qué va.

Estos tíos lo destripan todo: cómo combinar los ejercicios que se centran en la rodilla (como los que me han dejado tullido) con los que se centran en la cadera (los que he ignorado como un gilipollas). Cómo usar el trabajo a una pierna para no parecer un flamenco borracho. Los errores más comunes que cometemos todos y, lo más importante, cómo coño organizar todo para tener unas piernas fuertes de verdad y no solo unas agujetas de mierda que te impidan sentarte a cagar con dignidad.

Si ayer hubiera escuchado esto, hoy podría agacharme a por el mando de la tele sin emitir un sonido gutural que normalmente asocias a la puerta de un castillo medieval.

Hazte un favor y ahórrate mi humillación.

[El manual para que tus piernas dejen de odiarte]

Yo, por mi parte, voy a quedarme un rato más aquí. Levantarse va a ser la segunda parte de esta película de terror. Igual pido el desayuno por Glovo y que me lo tiren por la ventana.

Felipe.

P.D.: Escribo esto de pie. Apoyado en la pared del pasillo. Sentarme no es una opción hasta nuevo aviso. No seáis como el T-Rex.

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