A ver, que yo ya he asumido mi papel en esta vida.

Soy el muñeco de pruebas de dos sádicos con un título de entrenador. La rata de laboratorio con la que experimentan sus nuevas formas de tortura desde la distancia. Lo he aceptado. Es mi cruz.

Pero el otro día cruzaron una línea. Una línea muy fina entre el entrenamiento y la humillación pública.

Me llega un mensaje por Telegram de uno de los Pablos. Un texto corto. Inocente en apariencia:

"Felipe, para el próximo entreno tráete una cinta métrica".

...

Una. Puta. Cinta. Métrica.

Mi cerebro hizo cortocircuito.

¿Una cinta métrica? ¿Para qué? ¿Vamos a jugar a los sastres? ¿Me van a tomar medidas para un traje de superhéroe? ¿O es que ya no se fían de los discos y quiere medir el diámetro del bíceps para ver si congestiona de verdad?

La primera imagen que me vino a la cabeza fue la de mi abuela con la cinta de costura al cuello.

La segunda, y mucho peor, fue la mía.

Allí, en medio del templo del hierro. El santuario de los gruñidos, la testosterona y el "¡VAMOS, UNA MÁS!". Y yo, en una esquina, sacando una cinta métrica de la mochila como el que saca un tupper de brócoli.

Ya me imaginaba la escena.

Andrea, la reina del Hip Thrust, mirándome por encima del hombro con una mezcla de pena y asco. Los ciclados del press de banca parando en seco su serie para señalarme y reírse.

"Mira, el friki ese de los estiramientos raros ahora se mide las muñecas".

Joder. Si ya me sentía observado cuando me ponía a hacer el gusano epiléptico ese que llaman "locomoción", esto iba a ser mi final social.

Llegué al gimnasio con la cinta métrica en el bolsillo como el que lleva un arma ilegal. Y cuando llegó el momento de medir mi pancake, me entró el pánico. En un arrebato de dignidad, saqué el móvil y le escribí a mi torturador:

"Tío, no pienso sacar la cinta métrica delante de todo el mundo. Ya parezco gilipollas haciendo vuestros ejercicios, no me jodáis más".

Su respuesta llegó en menos de 30 segundos. Cabrón, siempre está vigilando.

—Felipe, ¿cómo sabes si estás mejorando?

—Pues... porque cada vez me duele menos y llego un poco más lejos, ¿no? —le contesté, como un puto novato.

—"Un poco más" no es una medida. Es una sensación. Y las sensaciones mienten. Dependen de si has dormido bien, de si has discutido con tu pareja o de si los astros están alineados. Hoy te sientes como un dios y mañana como un trozo de madera. Lo único que no miente son los datos.

Y entonces, el muy cabrón, que me tiene más calado que un melón en verano, jugó su carta maestra. El soborno.

Sabe que tengo una debilidad secreta, un placer culpable: una buena hoja de cálculo. Así que para que sacara la puta cinta, me compró. Me compartió una de sus tablas de Excel.

Una obra de ingeniería acojonante. No entendía ni la mitad de las métricas que calculaba esa cosa, parecían sacadas de un manual de la NASA. Pero al final del día, metía mis números, y la gráfica subía. Y supe que, con esa mierda, algún día podría llegar a la flexibilidad de Jean-Claude Van Damme en la peli de Kickboxer.

Y ahí, con la cinta métrica en la mano y la dignidad vendida por un Excel, lo entendí. Me habían comprado. Luego me enteré de que esas tablas se las dan a todos los clientes, pero en ese momento me sentí el elegido. Unos genios de la manipulación.

La hostia me la llevé en toda la cara.

Dejamos de progresar no por falta de esfuerzo, sino por falta de pruebas. Nos matamos a entrenar, a estirar, a movernos, pero lo hacemos a ciegas. Nos fiamos del "yo creo que..." y del "me parece que...".

Y así es imposible mantener la motivación. Porque cuando no ves el progreso, por pequeño que sea, te acabas rindiendo.

Es la diferencia entre pensar: "Joder, esto no sirve para nada" y poder decir: "Hostia, puede que aún no me salga, pero he ganado dos putos centímetros este mes. ESTO FUNCIONA".

Lo primero te hunde. Lo segundo te da gasolina para seguir sufriendo.

Y claro, estos dos no dan puntada sin hilo.

Toda esta paranoia de medir, cuantificar y progresar con un sistema a prueba de gilipollas no se la han inventado solo para mí. La han empaquetado para que cualquier tieso del mundo pueda dejar de serlo. Y para asegurarse de que la locura fuera completa, se han juntado con otro rayao de su nivel: Marcos Vázquez, el de Fitness Revolucionario.

El dream team de los frikis del entrenamiento, vaya.

Lo han llamado Protocolo Bambú.

Es un curso de 5 meses diseñado para que dejes de ser un bicho palo. Un sistema de abordaje para principiantes donde tienes un mapa claro, un paso a paso medible para ganar movilidad de una puta vez.

Todo online, montado en una plataforma donde tienes los vídeos, los ejercicios y hasta un foro para preguntarles tus dudas, y los cabrones van y te responden. Te lo dan todo mascadito.

Aquí te dejo el chiringuito para que cotillees.

[Protocolo Bambú]

Míratelo. Sin compromiso.

Y si te animas a medir tus miserias para convertirlas en victorias, nos vemos dentro. Créeme, necesito más raritos en el equipo.

Felipe.

P.D.: Ya he visto en Amazon una funda táctica para la cinta métrica. Con camuflaje y todo. Si voy a ser el raro del gimnasio, por lo menos seré el raro con más estilo. Que se jodan.

P.D. 2: Si mis emails te dan más pereza que hacer cardio, ahí tienes el botón de escape. Si no, síguelos en redes. Ver el sufrimiento ajeno siempre es un buen plan.